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24.8.08

El problema de mentir es que una mentira lleva a otra, a menos de que estemos dispuestos a pagar el precio. Siempre y cuando la mentira no sea piadosa (como ocurre casi siempre entre quienes no somos cínicos y/o trabajamos como políticos), ese precio se percibe en grados centígrados sobre la superficie de las mejillas y litros de sangre congestionada debajo de esa superficie.

Ahora bien, como la magnitud del sonrojo no se puede medir, tampoco se puede predecir. Entre quienes somos pesimistas, esto tiene como consecuencia que asumimos que después del sonrojo se acabará el mundo. Por eso decidimos, como dicen las abuelas, estar descoloridos toda la vida. Nuestra incapacidad para calcular el sonrojo hace que el día que debemos pasar colorados nos parezca —erróneamente— insufrible.

Hay que aclarar que esto no se supera mediante la experiencia. En una que otra ocasión, un pesimista x supera sus taras cognitivas y experimenta que efectivamente es mejor estar colorado un día que descolorido toda la vida. En concreto, se da cuenta de que hay vida después del temido sonrojo. Pero eso no garantiza que las taras de x desaparezcan. En la siguiente ocasión, por lo tanto, es posible que el sujeto x cometa el error de sobreestimar el bochorno.

El problema de andar descolorido toda la vida es que la palidez genera angustia. No en vano las abuelas, en su sabiduría infinita, nos llenan de caldos y aguas aromáticas con el objetivo de que recuperemos el color en el rostro. Pero si el mundo fuera un lugar feliz sería porque la angustia se curara con agüita de valeriana. Evidentemente el mundo no es un buen lugar, lo que demuestra que el agua de valeriana no cura la angustia.

Desconozco una cura para la angustia. Por eso, creo que es posible que no tenga cura. Mi problema es que no sé como vivir con ella, y que sé que viviría mejor sin ella. De lo anterior, concluyo que si no fuera pesimista viviría mejor.

Pero no encuentro motivos para no ser pesimista.

18.8.08

"La ciencia ya probó los riesgos del alcohol y del cigarrillo. Yo puedo arruinarles las gaseosas a todos"
Lisa Simpson

Y ahora nos arruinaron las papas fritas: dicen que causan cáncer. Con seguridad algunos nutricionistas están saltando en un sólo pie, felices porque la gente estará dispuesta a pararles un poco más de bolas mientras dura el escándalo. Nos han repetido hasta la saciedad que la comida rápida es mala, que infla la panza y tapona las venas. Puede ser cierto. Pero ahora tienen un argumento adicional; un argumento con la espantosa cara de la quimioterapia. "Temed a las papas fritas," dice con voz de traqueotomía un fantasma de piel delgada, cabeza calva y mirada perdida. Muchos las sacarán de su vida como al peor de los demonios.

Como si al mundo le hicieran falta miedos. Infundados o no, es lo de menos: el temor no entiende razones ni escucha argumentos. El mundo le tiene miedo a los que parecen malos, a los que no son del mismo color de los buenos. También a los vecinos, que en la primera oportunidad despotricarán de nosotros aprovechando ese pedacito de intimidad que desafortunamente comparten con nosotros. Además está el cáncer, el sida, el calentamiento global. Somos tan irresponsables que le tenemos miedo a las consecuencias de nuestros actos. A los gases que salen del exhosto de nuestro carro y, ahora, al paquete de papas que compramos aquel día para entretener las papilas mientras íbamos de compras.

Si las papas fritas de verdad causaran cáncer, todos los que hemos sido niños en los últimos 20 años estaríamos enfermos. Y, de ese modo, el cáncer dejaría de ser el reemplazo del coco para quienes no se portan bien. Sería una tragedia cotidiana y no la antesala de la muerte, ese fantasma de bata negra que sirve para hacer que la gente haga algunas cosas y deje de hacer otras.

Pero no, así no funcionan las cosas. En el colegio nos ponían a caminar sobre la línea negra que trazaban los curas paranóicos. Crecimos, y los paranóicos ahora son los médicos. El castigo ya no es una semana sin recreo, sino el riesgo de estar más cerca de la muerte. Como si cada día que se vive no redujera la vida en un día. Y como si las medicinas fueran gratis y la salud fuera un derecho.

10.8.08

A la sazón de la espiral del silencio que se vive en Colombia, no ser uribista se convirtió en una excentricidad. Que ni el jefe, ni los vecinos, ni mucho menos el cura o el pastor, se enteren de que hay una oveja rebelde en el rebaño. El riesgo que se corre es el del desempleo, la excomunión y el desarraigo.

Al parecer, este país ha tenido un éxito sin precedentes en la síntesis de la realidad. Para qué carajos vamos a gastar tiempo en lectura, plata en libros y espacio en bibliotecas si los colombianos descubrieron que el mundo cabe en dos baldositas de 3x3. O se es blanco o se es negro, o se es uribista o se es terrorista. O se vive tranquilo o llegan a la puerta los amables recuerdos de las Águilas Negras con una promesa de redención. Un concepto como el gris es demasiado profundo para ser entendido. Peor aún, no es rentable: la economía colombiana está creciendo como nunca —a pesar de la ‘mamertería’ de los camioneros— desde que lo abandonó.

La Constitución del 91 se convirtió en una forma muy efectiva de complicarse la vida. Que equilibrio de poderes, que Estado Social de Derecho, qué montón de nudos. Es tan complicada que no se puede deshacer de un plomazo. Es necesario dinamitarla columna por columna, cimiento por cimiento. Aunque, como los colombianos son tan ‘verracos’, es de esperar que pronto encuentren el método para volverla pedazos y en su lugar poner una en la que los buenos sean buenos y los malos vayan a la horca.

Desde que en Colombia se está en la baldosa de los blancos, con una camiseta de ese mismo color que no se presta para ambigüedades, todo es más sencillo. Lo único que hace falta es que el lado oscuro sea consumido por el fuego redentor de la milicia. Algún día la excentricidad será erradicada de la tierra. Entonces, los buenos no sólo serán más: serán todos.

PD: Nótese que esto es un sarcasmo. No quiero que me canonicen sin merecerlo.