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23.11.09

Sin airbag

I.
Esa mujer parecía una porcelana fracturada y a punto de resquebrajarse. “Yo quiero saber por qué se murió mi esposo”, me decía. No le salían las eses. Tampoco me miraba. Sólo echaba los ojos al suelo de vez en cuando, como si la respuesta a su pregunta estuviera impresa en el tapete de esa sala. Yo no hallaba la forma de explicarle que la culpa no era de nadie. Él se había encontrado con la muerte en la parte trasera de una camioneta, contra la que se estampilló cuando iba, tal vez de afán, en su motocicleta. ¿Cómo explicarle que no hay ninguna razón? ¿Cómo decírselo a ella, que no duerme buscando razones? ¿Cómo decirle que la casualidad —o la causalidad, el destino, lo que sea— es inmune a los justicieros?

Ella sólo sabía lo que le habían dicho sus vecinos chismosos. “A mí me dijeron que lo habían arrollado”, decía. Un recorte de un diario amarillo afirmaba eso mismo; lo atribuía a unos “testigos” de los que nadie puede afirmar que existan. El informe de la Policía decía lo contrario, pero nadie le cree a quien le dice lo que no quiere oír. Y la doña de porcelana no le creía a la Policía. Ella buscaba un culpable, alguien a quien maldecir. Pero sólo podrá maldecir a la vida, que la dejó viuda un mal día de agosto en la Autopista Sur.

II
Ella quiere creer que él está vivo. La llamó el viernes, le dijo que lo tenían unos tipos en Armenia. Tal vez también le dijo que la amaba, pero no hubiera sido necesario. Él le ayudaba a mantener un hijo que sólo era de ella. Hacían juntos unas artesanías de palma, que vendían “donde los dejaran” a 2000 pesos cada una. No debían vender mucho, porque él se fue a ganarse 15.000 pesos diarios en una finca en un pueblo cerca de la ciudad. Nadie sabe por qué no llegó.

Ella me contaba su historia con una voz mínima. Parecía muy débil; podría amanecer mañana hecha cenizas y esparcirse por el mundo con un ventarrón. Así, su esposo tal vez pueda volver a verla. Pero ella sabe que él tal vez no está vivo. Le digo que lo está, sabiendo también que puede no estarlo. Quizá ahora compartimos una mentira. Y ella llora.

Yo sólo logro ofrecerle un pañuelo. No hay un airbag contra la desgracia ajena. Y yo me acababa de estrellar contra ella.