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8.6.08

Mientras Uribe sigue subido en la carreta de su 80% de popularidad, a su alrededor pasan cosas. Por un lado, el gobierno admitió que intentará por sexta vez que el Congreso apruebe la penalización del consumo de la dosis mínima de droga. Uribe, como siempre, justifica su intención con una afirmación resonante: la "permisividad" hacia el uso de drogas no es coherente con su política de lucha contra el narcotráfico.

No hablemos de que la lucha contra el narcotráfico es un desastre y que cada vez tumban más selva para sembrar coca —y decomisan menos cocaína. Tampoco ahondemos en las supuestas relaciones entre Uribe y el clan Ochoa —las cuales, de ser ciertas, ponen un oscuro manto de sospecha sobre las intenciones del mandatario. Hablemos de las razones por las que Uribe dice lo que dice, razones cuya falsedad queda demostrada por los hechos. A nuestro paternal presidente le preocupa que los hijos más jóvenes de su Patria —porque desde Casa de Nariño dictan que ahora debe escribirse con P mayúscula— se están "envenenando". También le preocupa lo que llama una "relación de ‘causa–efecto’ entre la permisividad del consumo de alucinógenos y la criminalidad en Colombia".

En tanto, la reelección se vende en la calle como cualquier cigarrillo barato. Los recolectores de firmas, que cobran $200 pesos por rúbrica, expenden el apoyo al presidente como una droga altamente adictiva. Hay que ver cómo es recibido Uribe por las niñas bien de las universidades privadas; más de una se quedó con las ganas de pedirle un autógrafo en una teta. También hay que ver las intervenciones de los pequeños tiranos de esas mismas universidades: sesiones de masturbación política cuyo único objetivo es obtener placer autoinfringido alabando al presidente por su forma de alimentar los odios que todos llevamos dentro. Y él, con su insoportable sonsonete de niño bueno, agradece sutilmente y, cual bazuco político, ofrece a su lambón de turno un breve momento de satisfacción sublime.

Los colombianos, como buenos adictos, progresivamente van bajando sus estándares morales para seguir procurándose su dosis mínima. Aceptan que la parapolítica —la complicidad entre legisladores y criminales que protegen con motosierra sus negocios agroindustriales— quede impune, como un avispero que nunca debió haberse alborotado. Aprueban masivamente a un presidente que le da un espaldarazo a la impunidad para seguir gobernando sin que nadie le estorbe, mientras demanda con sevicia a quien está encargado de juzgarlo e insulta sanguinariamente a quien ose criticarlo. Y todo esto se vuelve, de repente, aceptable para los colombianos. Eso sí, siempre y cuando se garantice que Uribe, el presidente-bazuco, siga estando a disposición. La traba justifica los medios.

Tan es así que se pierde hasta el sentido de la coherencia. Claro que hay una relación causa-efecto entre criminalidad y drogas; la Parapolítica es el mejor ejemplo de eso. ¿O es que los paras son una simple gallada de leñadores? Que no se nos olvide que estos díscolos muchachos sembraban marihuana en el Magdalena antes de ser díscolos; que tampoco se nos olvide que el MAS (Muerte a secuestradores) —un acuerdo de mafiosos para vengar el secuestro de una mujer de la familia Ochoa— se convirtió en la piedra fundacional de los movimientos paramilitares. Que no se nos olvide, finalmente, que hacer pactos con estos sujetos para hacer política es un crimen —por más que su judicialización le cueste al Doptor Varito sus mayorías en el Congreso.

Ya entendí por qué Uribe quiere ilegalizar la droga: él y su figura quieren quedarse con el monopolio de la traba. No quieren que los colombianos pierdan la cabeza por nada que no sea su peinado de niño bueno y sus regaños paternales.

6.6.08



En Bogotá hay más Pielrojas que en Estados Unidos. Nadie sabe como llegaron, ni cómo aprendieron el idioma. No hay, tampoco, sospechoso alguno del crimen de impulsarlos a grabar esa espantosa fusión de música 'andina' con ruidos de sala de espera de odontólogo. Como si no tuviéramos suficiente con Melodía Estereo y sus perversas versiones asépticas de lo que solían ser canciones decentes, preludio espantoso del encuentro con la fresa y el taladro.

Pero aquí los tenemos, en cada esquina del centro de Bogotá. Viven de cada incauto que, admirado por sus plumas pintadas con vinilo de preescolar, les compra un disco creyendo hacer un acto humanitario o expandir un poco —sólo un poco— sus horizontes. Mercaderes de poca monta, viven de las monedas que les deja su ubicuo espectáculo de circo. Estoy por pensar que algún visionario se dio cuenta de lo cortos de miras que son los bogotanos y se puso a reclutar a cualquiera que tuviera rasgos indígenas, le ofreció un pequeño curso de playback y le asignó una esquina de la séptima. Debe haber, detrás de alguna puerta oxidada de la Caracas, un aviso publicitario impreso en una hoja amarillenta: "Haga dinero haciéndose el Pielroja". Y, subiendo por un sinfín de escaleras estrechas, tres o cuatro varados tomando clases de maquillaje por un señor de acento pastuso y piel aceituna.

Pero bueno, eso es lo que pasa cuando la gente no lee nada: asocia plumas con arte y música de ascensor con cultura.