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1.1.09

Aquí es cuando uno se da cuenta de que toca buscar la escoba; de que ya no queda sino recoger los pedacitos y botarlos bien lejos, echarlos a la caneca de las cosas que se olvidan porque ya no sirven porque hacen espacio y porque huelen mal.

¿Pero dónde habré dejado la escoba? Tal vez detrás de la prudencia, esa que se evaporó una mañana de lunes festivo en la que hacía sol y madrugué al paraíso. Pero ahí no quiero buscarla. La prudencia, cuando envejece, se arruga y vuelve miedo. Y el miedo no me gusta, me huele a viejo.

Quizá la escoba está detrás de la puerta, en el jardín del vecino o a veinte horas de vuelo. Pero, antes de todo esto, yo ya había decidido echar el ancla. Y no quiero hacer la fuerza que se requiere para levantarla. Estoy cansado de pujar, estoy cansado del viento y estoy cansado del mar.

De pronto la encuentre al amanecer. Pero no amanece hasta que uno despierta. Y uno no despierta hasta que se duerme. Pero aún no tengo sueño. Algo me impide echar la cabeza en alguna parte, aún sabiendo que este día ya acabó y que el sol necesita que yo cierre los ojos para salir de nuevo.

Esto me tienta a concluir que este desorden es culpa mía. Pero esa no sería una conclusión con mística. Ese no sería el final de una buena historia.