El problema de mentir es que una mentira lleva a otra, a menos de que estemos dispuestos a pagar el precio. Siempre y cuando la mentira no sea piadosa (como ocurre casi siempre entre quienes no somos cínicos y/o trabajamos como políticos), ese precio se percibe en grados centígrados sobre la superficie de las mejillas y litros de sangre congestionada debajo de esa superficie.
Ahora bien, como la magnitud del sonrojo no se puede medir, tampoco se puede predecir. Entre quienes somos pesimistas, esto tiene como consecuencia que asumimos que después del sonrojo se acabará el mundo. Por eso decidimos, como dicen las abuelas, estar descoloridos toda la vida. Nuestra incapacidad para calcular el sonrojo hace que el día que debemos pasar colorados nos parezca —erróneamente— insufrible.
Hay que aclarar que esto no se supera mediante la experiencia. En una que otra ocasión, un pesimista x supera sus taras cognitivas y experimenta que efectivamente es mejor estar colorado un día que descolorido toda la vida. En concreto, se da cuenta de que hay vida después del temido sonrojo. Pero eso no garantiza que las taras de x desaparezcan. En la siguiente ocasión, por lo tanto, es posible que el sujeto x cometa el error de sobreestimar el bochorno.
El problema de andar descolorido toda la vida es que la palidez genera angustia. No en vano las abuelas, en su sabiduría infinita, nos llenan de caldos y aguas aromáticas con el objetivo de que recuperemos el color en el rostro. Pero si el mundo fuera un lugar feliz sería porque la angustia se curara con agüita de valeriana. Evidentemente el mundo no es un buen lugar, lo que demuestra que el agua de valeriana no cura la angustia.
Desconozco una cura para la angustia. Por eso, creo que es posible que no tenga cura. Mi problema es que no sé como vivir con ella, y que sé que viviría mejor sin ella. De lo anterior, concluyo que si no fuera pesimista viviría mejor.
Pero no encuentro motivos para no ser pesimista.
Ahora bien, como la magnitud del sonrojo no se puede medir, tampoco se puede predecir. Entre quienes somos pesimistas, esto tiene como consecuencia que asumimos que después del sonrojo se acabará el mundo. Por eso decidimos, como dicen las abuelas, estar descoloridos toda la vida. Nuestra incapacidad para calcular el sonrojo hace que el día que debemos pasar colorados nos parezca —erróneamente— insufrible.
Hay que aclarar que esto no se supera mediante la experiencia. En una que otra ocasión, un pesimista x supera sus taras cognitivas y experimenta que efectivamente es mejor estar colorado un día que descolorido toda la vida. En concreto, se da cuenta de que hay vida después del temido sonrojo. Pero eso no garantiza que las taras de x desaparezcan. En la siguiente ocasión, por lo tanto, es posible que el sujeto x cometa el error de sobreestimar el bochorno.
El problema de andar descolorido toda la vida es que la palidez genera angustia. No en vano las abuelas, en su sabiduría infinita, nos llenan de caldos y aguas aromáticas con el objetivo de que recuperemos el color en el rostro. Pero si el mundo fuera un lugar feliz sería porque la angustia se curara con agüita de valeriana. Evidentemente el mundo no es un buen lugar, lo que demuestra que el agua de valeriana no cura la angustia.
Desconozco una cura para la angustia. Por eso, creo que es posible que no tenga cura. Mi problema es que no sé como vivir con ella, y que sé que viviría mejor sin ella. De lo anterior, concluyo que si no fuera pesimista viviría mejor.
Pero no encuentro motivos para no ser pesimista.